A
menudo la historiografía internacional ha recogido de manera significativa la
decadencia de la política española de la primera mitad del siglo XX, como la
anomalía del desarrollo democrático en relación al caciquismo y al turnismo de partidos entre liberales y conservadores bajo la Restauración. La actualización del discurso republicano,
queriendo desmitificar algunos tópicos, se debió en gran medida al fracaso de la
dictadura de Primo de Rivera y a los incesantes escándalos que les acompañó. Grandes personajes de la historia de nuestro país como Manuel Azaña o José Ortega y Gasset,
seguidos lejanamente por Álvaro de Albornoz y Marcelino Domingo, dibujaron una
España atemporal en la que su historia repetía de forma cíclica una situación de desencuentros, tensiones y tiranteces.
El empuje republicano
En 1930 cuando
el rey Alfonso XIII, que ya no podía volver al marco constitucional, persistió
en la idea de recurrir a los generales del ejército y el hecho de que el
general Berenguer gobernase a base de decretos sin convocar Cortes y sin
levantar la censura durante todo un año, provocó que monárquicos como Alcalá
Zamora, Maura y Sánchez Guerra se declarasen públicamente en contra de la
Monarquía y a favor de una República fundando Derecha Liberal Republicana. La edificación de la República cuajó cuando Alianza Republicana, formada por el
Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, el Partido Republicano
Federal, Acción Republicana de Manuel Azaña y el Partit Republicà Català de
Lluís Companys, convocaron a las fuerzas de oposición a establecer un comité
ejecutivo revolucionario, acontecimiento que tuvo lugar el 27 de agosto de 1930
en San Sebastián. Dicho movimiento orquestado en San Sebastián se
apoyó en militares republicanos como Queipo de Llano, Ramón Franco o Hidalgo de
Cisneros y en las directrices de huelga general que convocaría UGT para
diciembre de 1930. Alcalá Zamora, que presidió el comité ejecutivo
revolucionario, constituiría “en la sombra” un nuevo gobierno que habría de
ser a posterior el gobierno provisional de la República.
Para
el 14 de febrero de 1931, Alfonso XIII, acorralado por el auge republicano,
sustituyó a Berenger por el almirante Juan Bautista Aznar con la orden de
convocar elecciones municipales para el día 12 de abril. Para entonces se había
apoderado ya de todo el país un sentimiento que veía en la República,
confundida con la democracia, el único camino de salvación de España[1]. Tras
la victoria republicana en las elecciones municipales del 12 de abril el alcance de las formaciones políticas se convirtió en una amalgama de partidos de toda clase. El auge republicano había
derivado a un paralelismo ideológico que iba del centro-derecha al
centro-izquierda no siempre en consonancia y concordia entre partidos afines. El PSOE recibía de
forma muy estimable la simpatía y la afiliación de las clases medias y de los
profesionales, que insistían en que la formación socialista era la única capaz
de hacer algo bien por la República. Bajo dicha alusión, sin romper con el
ideario de Pablo Iglesias, el PSOE se preocupó más por el saneamiento de la
política que de la lucha de clases, ejerciendo un tono austero y monacal que ha
percepciones de sus críticos lo elevarían como un centro de moralistas.
Un cuadrilátero
de pluralismos
Existe
en la memoria colectiva referente a la política de la II República un
sentimiento de frustración debido en gran medida al excesivo número de
partidos, su constante debilidad y continuo enfrentamiento. Tras el triunfo en
las elecciones de las candidaturas republicano-socialistas, las Cortes asumieron
una aplastante presencia republicana desplazando a las formaciones de la
derecha no republicana, donde los votos y los diputados quedaron repartidos en
medida de la antigüedad del partido representado. Bajo esta práctica no
deberían sorprendernos los números de diputados que se añaden a continuación: el PRR de Alejandro Lerroux alcanzó los 89 diputados, el PRS se alzó con 55
diputados y Acción Republicana liderada por Manuel Azaña con más de 30. Pero lo
significativo fue el resultado del PSOE, que durante las Cortes de la
Restauración no había pasado de los 5 diputados, y tras las elecciones de 1931
se alzó con 116 diputados, representando no de otra manera la hegemonía de la
izquierda convirtiéndose en una minoría mayoritaria. El triunfo de las candidaturas
republicano-socialistas reforzó la consigna de que la “República sería
gobernada por republicanos”, incorporando la interpretación legítima de que
aquellos partidos que habían quedado relegados del republicanismo carecían de legitimidad para gobernar el nuevo régimen.
Durante
el desarrollo constitucional, que jamás recogió una mayoría absoluta durante la
II República, experimentó las primeras disensiones entre los primeros
dirigentes. Lerroux protestó a causa de la coalición republicano-socialista,
aludiendo que el PRR era el partido republicano más representativo y que en las
elecciones no se había votado socialismo. Manuel Azaña, presidente del
gobierno, prefirió mantener la coalición socialista básicamente por dos
motivos: la disconformidad entre dos hombres de naturaleza antagónica (Lerroux
y Azaña) y porque la política de Azaña ejecutaría profundas reformas en campos
tan sensibles como la iglesia, la propiedad de la tierra, las relaciones
laborales y el estatuto catalán. Si el gobierno comprendía ejecutar un proyecto
de semejante envergadura representaría una imprudencia que el gran conjunto socialista
pasase a la oposición. El PSOE no vio el pugilato entre republicanos y
radicales desde la barrera. Una vez aprobada la Constitución se sumó
notablemente a esa escala de tensión donde los radicales reclamaban un nuevo
gabinete y nuevas elecciones. En palabras de Indalecio Prieto y Fernando de los
Ríos, las demandas de los radicales no ofrecían avales para “regir el destino
de la República”. Largo Caballero, encabezando el ala izquierda del PSOE, iba
un paso más allá aludiendo que dichas amenazas por el Partido Radical
provocaría un movimiento revolucionario encabezado por su ala y UGT. Estas
tensiones derivaron a una constante debilidad política de la República que la hicieron
inestable, además de la problemática del orden público que no estuvo exenta
durante todo el período. El gobierno Azaña experimentó durante 1931-1933 una
enemistad política que fue in crescendo
al mismo tiempo que proliferaban huelgas generales por todo el territorio, en
que una CNT poderosa por su alto nivel de afiliación, hizo que el gobierno
emplease nostálgicas prácticas de orden público para mantener el control; al mismo tiempo que la
derecha, que ya había asimilado el golpe electoral de 1931, comenzase a poner el grito en
el cielo por las políticas del gobierno reformista y por una represión contra
las asociaciones sindicales, cosa que para ellos parecía cogerles de novatos.
Manuel Azaña |
La sazón de la
derecha
El
voto ejercido durante las elecciones de 1931 fue de un carácter antimonárquico
y en contra de las dictaduras pasadas. La derecha no republicana encajó un duro
golpe al tiempo que se hacían más evidentes sus reticencias con el nuevo
régimen. El gobierno de Azaña generó unas expectativas que no contentaron a
nadie, y el Partido Radical de Lerroux que no aceptaba el papel de oposición en
el gobierno, comenzó a conspirar para que Alcalá Zamora presidente de la República, retirase la confianza
al presidente del gobierno y le favoreciera a él con la aplicación del decreto de disolución de las cortes para poder convocar elecciones. Con apoyo del exterior y los recursos
organizativos de la iglesia, Angel Herrera lanzaba en abril de 1931 Acción
Nacional bajo las consignas de religión, orden, patria, familia y propiedad,
con una fuerza estimada que superaba los seiscientos mil afiliados en toda
España. Lo que se conoció como la Confederación Española de Derechas Autónomas,
fue la unión de un gran número de partidos opuestos al régimen establecido,
capaz de construir en muy poco tiempo un aparato propio de un partido de masas,
es decir, una potente estructura interna y una organización regional y local
capaz de movilizar a miles de afiliados y desarrollar campañas electorales
modernas, y avezado en rentabilizar ese éxito organizativo y de movilización al
cosechar una gran victoria en las elecciones generales a finales de 1933.[2] Tras
la convocatoria a elecciones generales en 1933, la férrea derecha
“accidentalista” (republicana por accidente) vio la ocasión para cambiar el signo conductor del gobierno.
Las derechas no republicanas se unieron el 12 de octubre en una coalición
temporal llamada Unión de Derechas y Agrarios, que incluía a la CEDA,
representando los intereses de la iglesia, los terratenientes, medianos y
pequeños agrícolas. La formación de la Unión de Derechas y Agrarios estaba
formada por el principal partido que dirigía Gil Robles, Acción Popular, en la
que le seguían Renovación Española, dirigida por Antonio Goicoechea, que
representaba los intereses de los monárquicos alfonsinos y la Comunión
Tradicionalista, que acogía carlistas, agrícolas y católicos independientes.
Bajo
estas consignas cabe insistir en que el sistema de partidos español era un
procedimiento que primaba a las mayorías políticas. Al celebrarse las elecciones
de 1933, las candidaturas socialistas y republicanas acudieron de forma
independiente en gran parte de sus circunscripciones, y esta forma de proceder
cambio de manera radical la presencia de las representaciones parlamentarias en
las Cortes. La derecha “accidentalista”, ausente en las Cortes anteriores,
multiplicó de forma espectacular su presencia en las Cortes con 180 diputados.
La nueva representación mostraba en sí una fragmentación cómplice: la CEDA se
alzaba con 115 diputados, seguidos por los Agrarios con 29 diputados, la Lliga de Catalunya con 26 diputados y los monárquicos divididos en Renovación y Comunión Tradicionalista
con 15 y 21 diputados respectivamente. El Partido Radical se alzó con 100
diputados, frustrando los objetivos de su líder de poder gobernar, y la gran
derrotada en las elecciones fue Izquierda Republicana, llegando nada más que a
los 10 diputados en una cámara que tenía capacidad para 474 diputados. La CEDA
supo desde ese mismo instante que sería una pieza clave en el engranaje
político. En forma de táctica política puso en marcha un plan ideado desde 1931
para llegar a ostentar el gobierno. El plan sería dar apoyos al Partido Radical
de Alejandro Lerroux para formar gobierno sin la presencia de la CEDA, para
posteriormente exigir la entrada en el gobierno y conseguir una posición
determinante para cuando surgiese la coyuntura política idónea poder disolver
las Cortes y convocar elecciones. Cuando en 1934 la CEDA entró en el gobierno a
causa de la inestabilidad y las tensiones políticas, se afianzó la
interpretación de que el Partido Radical iba a la deriva y entregaba a la
República a las manos de sus enemigos más acérrimos: la derecha republicana 'accidentalista'.
Gil Robles |
Los pasos
drásticos de la izquierda
Cuando
en diciembre de 1934 Manuel Azaña quedaba exonerado por los hechos de octubre,
se puso manos a la obra para crear una conjunción puramente republicana. En
abril de 1935 se establecía un pacto de conjunción donde figuraban Izquierda
Republicana, Unión Republicana y el Partido Nacional Republicano. Manuel Azaña,
ya con la lección aprendida del primer bienio, comenzó una campaña de
mítines-monstruo donde constituiría los cimientos de la base electoral. En
cambio, el PSOE, seguía dividiéndose a marchas forzadas. Indalecio Prieto
rompió con los “caballeristas” tratando de aproximarse a Azaña, y Largo
Caballero, salía de la cárcel bajo una inspiración bolchevizada. La conjunción
radical-cedista de 1935 se fue a pique por los escándalos del Estraperlo y de
Tayá-Nombela, que significó el tiro de gracia del Partido Radical. Gil Robles
pensando que llegaba la hora de gobernar y culminar el plan de la derecha, retiró su apoyo al gobierno de Chapaprieta e hizo caer el
gobierno. Pero la jugada salió mal. Alcalá Zamora mandó formar un gabinete a
Portela Valladares donde el 1 de enero de 1936 ya tenía en sus manos el decreto
de disolución de las Cortes y la convocatoria a elecciones generales para el 16
de febrero próximo. Tanto el bloque de izquierda como el de derechas llegaban
al día de las elecciones con una calma tensa tras haber profetizado todo tipo
de mensajes apocalípticos. Las elecciones de 1936 dieron una victoria muy ajustada
al Frente Popular que se impuso por aproximadamente ciento cincuenta mil votos. El espectacular crecimiento del
PCE y la presencia de los mayores sindicatos españoles UGT y CNT con sus más de tres millones y medio de afiliados, permitió al Frente Popular conseguir la
victoria en más de 37 circunscripciones. Los resultados de las elecciones
presentaron una dicotomía social opuesta, donde la izquierda se apoderó de un
fervor revolucionario liderado por el partido más representativo: el PSOE de
Largo Caballero y la derecha quedaron tan frustrados por el resultado de las elecciones, que un grupo
de monárquicos pidió a Gil Robles que realizara un golpe de Estado. Tras la
dimisión de Portela Valladares, a Alcalá Zamora no le quedó más remedio que
pedirle a su aborrecido rival Manuel Azaña que formara gobierno, cosa que éste
hizo con miembros de su partido y de Unión Republicana. Azaña no tenía pensado
incluir a ningún socialista en su gabinete, pero Largo Caballero vetó la
participación del PSOE en el nuevo gobierno para impedir la alianza de
Indalecio Prieto con los social-demócratas.
Para cerrar esta visión panorámica de la política de la II República, es preciso insistir en que el
conflicto político vivido en España durante 1930-1936, nos muestra una lucha
encarnizada entre las diferentes izquierdas contra los intentos de una
derecha legalista que se escalonó hacia posturas radicales, especialmente la
CEDA, para imponer desde sus estructuras las formas de entender la organización
del aparato del Estado. Ambos grupos presentaron una postura definida
hacia el régimen republicano, reconocido o no, y la de uno respecto al otro: la derecha española
pasó del obstruccionismo parlamentario a una determinación activa hacia toques corporativistas simpatizando con el fascismo; y los socialistas transformaron su reformismo optimista hacia
una teoría revolucionaria experimental como respuesta a los éxitos de la derecha en los
bloques de las reformas. El sistema de partidos descrito muestra un
pluralismo polarizado donde los partidos referenciales trataron de debilitar la
legitimidad de un régimen bajo una oposición bilateral, en un sistema confrontado tratando de abordar los temas de Estado de un modo doctrinal.
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